Mi padre nos abandonó
cuando yo aún no había nacido. Mamá, sin embargo, nunca me transmitió la
impresión de que le guardara una pizca de rencor, nunca me contagió de la pena
o de la angustia o de la rabia que pudiera sentir, muy al contrario, siempre me
lo describió como un tipo educado, extremadamente íntegro, tan bueno que todos
los vecinos con frecuencia decían de él que tenía un corazón de oro.
–Lo empeñó en el Monte
de Piedad para que pudiéramos comer – solía repetir mi madre - y, claro, a los
pocos días tuvo que marcharse de casa. Y es que ya se sabe que los hombres
descorazonados no están hechos para vivir en familia.
Aquella historia
fantasiosa y recurrente se perdió durante años en la bruma de mi pasado, y sólo
he vuelto a recordarla hoy, al ver en el catálogo de la subasta un colgante de
oro con forma de corazón. Estoy seguro de que he pagado por esta joya mucho más
de lo que vale pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Cuando me la han
entregado he creído notar que temblaba entre mis manos, como un pájaro con las
alas rotas, y después, en la residencia, han sido mis dedos los que han
temblado al colocar el corazón alrededor del cuello de mi madre.
–Es el de papá – le he
dicho.
Y entonces ella me ha mirado,
y ha sonreído levemente, como si me reconociese, como si se estuviera dando
cuenta de que al fin, por primera vez en toda nuestra vida, estamos los tres
juntos.
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