África temblaba como nunca antes
lo había hecho. Las manos entumecidas, el rostro surcado por las lágrimas, la
boca entreabierta tratando de balbucear algunas palabras de auxilio...
Todo en ella era un grito de
terror, una llamada desesperada.
Y, sin embargo, nadie se dignaba a
ayudarla.
No era la primera vez que ocurría
algo parecido. Llevaba siendo así desde hacía tanto, tantísimo tiempo que ni
siquiera era capaz de recordar cómo había comenzado.
No recordaba nada, en realidad.
Había dejado su mente en blanco.
Únicamente se centraba en su pulso
acelerado, su respiración agitada, la ansiedad recorriéndole las venas hasta
impregnar su interior de aquella angustia que tan poco soportaba.
Y ahora...
Todo temblaba.
El humo teñía el cielo de un gris
sobrecogedor. Un gris que anunciaba la llegada del fin, que transformaba el
sueño en pesadilla y la pesadilla en realidad. Había algo que le aterraba. Algo
de verdad. De ignorancia, de «mejor nos damos la vuelta, que así no vemos
nada», de la injusticia alzándose como la bandera.
Pero África no podía hacer nada.
Tan solo sollozar, agazapada en un
rincón, y rezar para que terminara lo antes posible.
La décima bomba cayó sobre el
continente.
Y África tembló de nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario