En una aldea llamada Ertolia en Australia, una pequeña
niña de nombre Anabeth jugaba con unos chicos, cuando se percató de un
movimiento en el bosque prohibido. Se adentró con cuidado armada con un palo,
de repente oyó una voz:
–¡Anabeth, vuelve aquí!
Se dio la vuelta y le contestó a su madre titubeando:
–Lo… lo siento. Había algo ahí, en el bosque.
–Serán imaginaciones tuyas. Ya sabes que tienes mucha
imaginación.
Pero no la creyó y esa misma noche se adentró otra vez en
el bosque. Esta vez con una escopeta de su padre. Otra vez ese ruido. Como
pasos, pero más grandes y más fuertes. De repente empezó a oler a quemado y oyó
un resoplido. Se dio la vuelta lentamente y entonces lo vio: un dragón del
tamaño de una de sus casas de largo y de ancho como cinco niños de su edad.
Gritó. Volvió a la aldea gritando todavía:
–¡Un dragón, un dragón!
Su madre la vio corriendo con la escopeta en la mano y fue
diciendo hacia ella:
–Te dije que no entraras en ese bosque… pero…
De repente se percató de que en los ojos de la niña había
miedo, mucho miedo. Suavizó un poco la voz:
–¿Qué ha pasado?
–¡Un dragón!
Al día siguiente todo el pueblo fue al bosque prohibido.
Ahí buscaron al dragón para darle caza. Lo encontraron, asustado, dentro de una
red. Anabeth se le acercó con un puñal y para la sorpresa de todos, cortó las
cuerdas. El dragón emitió un rugido, suave, como diciendo gracias, y la niña le
dejó ir. Al percatarse de que todo el pueblo la estaba mirando, dijo:
–¿Qué? Al verlo así, tan asustado, me ha recordado a mí.
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