Había el mismo ambiente de todos los funerales:
lágrimas, tristeza, ese abrazo esperado, la predominancia del color negro, en
fin. En una de las sillas frente al féretro, Luis del Bosque yacía con el dorso
inclinado hacia adelante, con los codos apoyados sobre sus piernas y con la
cabeza descansando entre sus manos, de modo que le ocultaba su dolor al mundo.
Pero todo cambió cuando todos los presentes enfocaron sus miradas hacia al
dolido Luis del Bosque cuando, éste y con emoción exagerada se levantó de la
silla y grito: “¡gol!”. La viuda lo miró durante un instante e indecisa comenzó
a acercarse. El murmullo de los presentes no tardó en pronunciarse, adelantaban
para sí lo que se sería esa inminente recriminación, el regaño, la cantaleta,
el justo reproche. Cuando estuvo frente a Luis del Bosque, buscó en su oreja el
diminuto audífono y lo acercó a su oído. El narrador aún elogiaba la ingeniosa
jugada, el magistral pase, la impecable anotación del equipo azulgrana. La
viuda chasqueó la boca, devolvió el audífono y con la voz suave, calmada se
dijo así misma: “¡maldita sea!”.
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